viernes, enero 20, 2006

Alguien gritaba: ¡Somos principes!, y yo repetía: ¡Príncipes, sí príncipes!, y entonces otro decía: ¡Somos ángeles!, y yo decía: ¡Ángeles, sí ángeles! y corríamos de un lado a otro a por más cerveza y alguien ponía coca en una mesa de cristal y luego uno simpático, pequeño y feo pero al mismo tiempo especial y hasta guapo a su manera, como una de esas ranas que uno sabe que acabarán convirtiendose en príncipe, me dio medio ácido y me pasó una botella de vino. Después llegó un rato malo, sin mucha gracia, la conversación se hacía pesada, como puré de verduras o algo así, hasta que apareció una preciosa chica rubia y alguien dijo cómo se llamaba, pero no me enteré, y se sentó en el suelo y el príncipe rana le pasó una guitarra y ella se puso a cantar con una voz que parecía estar agarrada a una cornisa con una sola mano y cantó algo sobre un corazón que pasaba la noche fuera de casa y que volvía siempre por la mañana destrozado en mil pedazos. Cuando terminó su canción todo el mundo aplaudió, y la chica rubia no dijo nada.
Tenía una sonrisa pequeña y eso fue todo lo que nos dió, aparte de la canción. Luego se metió en una de las habitaciones con uno de los tíos que había por allí. Uno de esos que definitivamente no se lo merecen.